06 junio, 2006



Capítulo 29

Finalmente decidí entrar a la bodega del jardín, en la casa de la abuela, donde ahora vivo. Largamente he postergado esta inspección porque el lugar es un depósito de basuras varias, algunas de la cuales, supongo, llevan ahí más de 70 años.

Los tesoros que esperaba encontrar se redujeron a un jarrón para flores, una lámpara kish de flores rojas, un carro de bomberos de latón y una serie de papeles, uno de los cuales me dispongo a compartir con ustedes. Pero antes de hacerlo, supongo que debo contextualizar (¡vaya palabreja!): Mi abuela era profesora de etiqueta y buenas costumbres en un colegio público de Quito.

Va el texto, literalmente, del cuaderno de una tal Elvia Ortiz, alumna de la abuela. (Los paréntesis son míos)

“La benebolencia, el decoro, la dignidad personal y nuestra propia conciencia nos obliga a guardar, seriamente las leyes del aseo en todos aquellos actos que en alguna manera están o pueden estar con relación a los demás, jamás nos hacerquemos tanto a la persona con quien hablamos que llegue apercibir nuestro aliento”.

“Cuándo estando solas nos ocurra toser, o estornudar ballamonos hacia un lado y apliquemos el pañuelo a la boca a fin de impedir que se impregne de nuestro aliento el aire que aspiran las personas que nos rodean.

“Ebitemos en cuánto nos sea posible el sonarnos cuando estamos en sociedad. Cuando esto nos sea absolutamente impresindible procuremos que la delicadeza, nuestro movimientos debiliten un tanto en los demás la sensación, desagradable que naturalmente han de experimentar.

“Debemos pues abstenernos de toda acción directa o indirecta (que) sea contraria a la limpieza y que en las personas en sus vestidos y habitación handejuadas (¿adecuadas?) aquellos conque lo tratamos hací como también de todo lo que puede producir la sensación del aseo que haya tocado nuestros labios. No brindemos a nadie comida o bebida alguna que haya tocado nuestros labios, ni platos u objetos de esta especie”.

(Fin del texto.)

Podría hacer muchos comentarios pero haré uno solo, o más bien, propondré un ejercicio, el de extrapolar este texto, mal escrito y todo, al ámbito de este espacio: El Apestado.

Yo hice el ejercicio y de éste surge la pregunta: ¿Qué tal si me pongo el pañuelo en la boca antes de escupir mis pestilencias en la cara de los otros?

“Ni cagando, pero ni cagando haría eso”, fue lo primero que me dije. Sin embargo, para guardar la etiqueta, lo que tanto hubiera complacido a mi abuela, haré una promesa por la ocasión: siempre intentaré tapar mi boca antes de un estornudo, de manera que mi apestoso aliento nos les llegue con toda su fetidez...

En el próximo post abriré para ustedes una de las maletas que encontré en la bodega de la abuela. Ya veremos si algo sirve.

2 comentarios:

CS DUDE dijo...

Es tan chistoso lo inverosimil que puede ser tu vida.

Lorena dijo...

Pues quisiera entrar a esa bodega, me gustan las bodegas porque se encuentran las cosas mas descabelladas pero, lo triste del caso lo "apestoso" es que no hay que buscar en una vieja bodega para encontrar un texto tan errado y cerrado como ese, todavia acontecen estas porquerias...a que diablos habrá apestado el aliento de esta condenada para que tenga TANTO MIEDO DE QUE SE LO HUELAN?!?! pensaste en eso??