12 agosto, 2009

Capítulo 123 (El Apestado)

Sigo solo, arrinconado en la butaca más sombría de mi casa, mientras espero la llamada de mi hijo.

Allá, en Disney, él se divierte como loco, junto a su madre, mi delirio. Sé que están bien, que pronto estarán de regreso con besos y sorpresas bajo el brazo. Pero esa certeza no es consuelo para mí.

Hace pocos días cumplí un año más de vida, de experiencia, o como quieran llamarlo. La pasé solo, apestosamente solo, con media botella de ron malo y, a los años, una media cajetilla de cigarrillos rubios. Esos fueron mis regalos de mí para mí. También compré un par de películas, ninguna de las cuales he terminado aún de ver, pues siempre me quedo dormido antes de que el desenlace reavive mis párpados y mis neuronas, cansado de la jornada e invadido del sopor que produce el ron.

La casa no está más desarreglada que de costumbre, pues casi no pasó ahí. Las noches, tras el trabajo, preparo un bocado frugal, generalmente un sánduche, y con mi pitanza me instalo a ver noticias. Luego me pongo a leer pues ya no hay telenovela que distraiga mi mente. Y finalmente me duermo, con un sueño ligero que me despierta unas cuatro veces en la noche, con ruidos que me recuerdan las pesadillas de mi hijo que se acerca hasta mi cama a pedir que lo deje acostarse a mi lado, mientras los fantasmas se alejan de su cuarto. Otras veces me despierto con el perfume de Macarena en mis narices, perfume que brota de su almohada, el perfume de su piel limpia, pues jamás la he visto usar aromas ajenos al que me cautivó hace ya casi catorce años.

Finalmente llega el día, con el pitido insoportable del teléfono y así, no me queda más que levantarme para ir al trabajo, recorrer las tétricas calles del barrio, casi de madrugada, y luego encontrarme con las caras sonrientes de los clientes del hostal, caras que a veces no soporto ver, de tan felices que se ven.