20 diciembre, 2006


Capítulo 54

Hace rato que no hablo de mi suegra. Y no es que me falten ganas de despotricar en contra de ella, sino que me propuse no hacerlo porque cada vez que escribía se agrandaba mi desagrado. Y como consecuencia nuestra forzosa relación se volvió un clavario, para todos.

Sucedieron cosas que me avergonzaría contar a no ser por una de ellas que resulta, desde todo punto de vista, extraña,

Resulta que tuve que comer en su mesa como casi todos los sábados. Para la ocasión había de invitados una pareja amiga de mis suegros, un ceviche de camarón mediocre y escaso y, eso sí, una exquisita fritada (palto criollo de carne de cerdo, maíz tostado, mote -otra variedad de maíz-papas sofritas en la grasa de la carne, ensalada de aguacate, plátano maduro frito).

El aperitivo y la pitanza pasaron a gusto por el gaznate, por lo cual me sentía bien. La conversación no pasaba de ser un diálogo cortés sobre diferentes temas, incluida la política y excluido el sexo.

Y cuando se inmiscuye ese, la cosa arde.

Si doy vueltas antes de llegar al coño del asunto es porque la anécdota lo requiere. Ya me dirán…

Al acabar la comida, tras el último sorbo de cerveza, se sucedieron una serie de eventos para mi desconcertantes. Cuando hice hacia atrás la silla, para levantarme, topé con parte del brazo y la mano las caderas de la señora invitada. Tras la disculpa, el incidente no fue más que eso. Mas, unos pasos adelante, cuando yo iba atrás de la descomunal mujer, esta paró de improviso y apropósito, por lo que choqué contra su trasero con la hebilla de mi correa . Tras de tanta tela, jamás, creí yo, hubiera alcanzado la epidermis de la caliente mujer, que pasaba ya de los 60.

Y es que los tragos previos al almuerzo habían encendido el rostro de la mujer y calentado sus ideas al punto de intentar seducirme. Claro que las cosas no terminaron ahí. Lo grave no fue que haya rozado más tarde mi mano sino lo que sucedió cuando me levanté para ir al baño. La verdad es que yo iba y venía por la casa con frecuencia, sea en busca de Samuel o para servir algo en la cocina. por lo que nadie tenía que saber que en esa ocasión iba al baño, salvo la mujer.

Cuando me disponía a salir del cuartito, una onda de fuego me devolvió hacia donde había estado y en cuestión de segundos tenía a la señora frotándose contra mi, buscado con su boca semi pintada la mía.

Si había conquistado a la señora no pudo ser más que con mis palabras porque jamás, creo, llegué a mirarla de frente.

Sin embargo, ahí me encontraba, con la espalda doblada contra el lavabo, con una vieja ebria que intentaba violarme. Y lo más grave no era eso, sino todo lo que, me imaginaba, podía suceder si nos encontraban en esas.

Y ocurrió. Ahí estaba mi suegra, en el corredor, como un poste de luz, viéndonos salir a los dos del baño. La señora se justificó lo mejor que pudo, diciendo que se había quedado encerrada y que yo le había ayudado a salir. Yo preferí, ante la evidencia, no decir nada, hacer mi camino hacia el sillón de la sala y buscar entre las paredes de mi cabeza la salida a aquel embrollo.

Tras dos sorbos que dieron fin al vaso repleto de whisky me di cuenta de que la única salida era contar la verdad. Así que fui a la cocina, con el pretexto de servirme otro vaso, a esperar a que llegara mi suegra. No pasaron dos minutos antes de que apareciera con cara de gendarme en busca de explicaciones.

- No le de más trago, le dije, está borracha y si alguien tiene que dar explicaciones es ella.
- Es lo único que nos faltaba…
- La señora me atacó, yo no tengo nada que ver…
- Y en mi propia casa…
- Ya dije mi versión, y me escabullí por la puerta que tenía a mi derecha.

Poco después llevé a Macarena hasta la cocina y le conté lo que había pasado. Se quedó callada por un buen rato y luego me confesó que la doña estaba en problemas maritales, con lo cual la cosa quedaba en parte explicada.

Mi suegra, la omnipresente, encontró en el incidente otro motivo más para desvalorarme ante los ojos de su hija a quien, por supuesto, contó lo que había visto.

Macarena y yo no hemos hecho más que reír una vez que la cosa tomó distancia. El ingrediente agridulce lo puso la suegra. De la señora caliente no supe más pero la diferencia de edad con su marido, unos veinte años, ha sido motivo de conversación con Macarena en varias ocasiones.

08 diciembre, 2006


Capítulo 53

Cuando leo el post anterior me apeno por mi mismo, pero no por mi suerte sino por el pestilente tono quejumbroso que adopto. Deben corregirme, deben darme duro cuando cometo tales desvíos.

Mi intención no es producir pena y no busco que me consuelen: que les quede claro.

Las cosas que pasan por mi cabeza, y que me permito compartir con ustedes, constituyen una visión, pestilente, eso sí, de mi mundo y quiero limitarme a describirla. Odio el sentimentalismo barato y siento que el post anterior es un craso ejemplo de mi debilidad, la que, claro, siempre me han obligado a ocultar. (Y para reiterarme en el pedido anterior, quiero que cualquier hijo de psicólogo se abstenga de analizarme).

En fin, ahora voy a otras cosas. El otro día Samuel me oyó decir “chucha” y se burló de mí. Chucha, para los que no lo saben, es una de las formas populares para referirse a la vagina y la expresión es, en el sentir de muchas, vulgar. Sin embargo, ha adquirido otro sentido al convertirse en una expresión polisémica: unas veces denota desánimo, otras ira o frustración, pero también puede significar alegría.
Yo la usé luego de darme cuenta de que olvidaba algo cuando salí con él al Supermercado. Y Samuel se burló de mi gran parte del camino porque dije chucha. Luego traté de que me dijera por qué era esa una mala palabra, como él mismo lo dijo, pero no logró explicarse.

Yo, con toda mi sapiencia de padre le dije que no hay palabras malas, sino que a veces son mal utilizadas. Claro que en ese momento tampoco pudo hacer la diferencia pero al final, cuando se cayeron al piso las papas fritas que le había comprado, y luego de decirlo, aceptó que un chucha bien puesto, alivia la frustración.