19 febrero, 2008

Capítulo 92 (El Apestado)

Sí, este es un estilo que no calza en mi apestosa piel. Y es que hoy no puedo, no, recurrir a metáforas celestiales o ironías macabras. Más bien, me entran unas ganas locas de explicar lo inexplicable, de increpar a la muerte en sus propios términos, encararla, exigirle explicaciones aunque, lo sé, sus respuestas -rigor mortis- no podrían ser consideradas tales.

El día del amor, mientras las calles de esta ciudad que amo y odio se adornaban, se deslucían frente al rosa, al celofán, ante la ignominia de la falsedad, yo tuve que asistir a mis vecinos en la muerte de su hijo.

Yo salía de la ducha cuando oí a través de las paredes de mi casa los gritos desesperados de una mujer. No tardé en darme cuenta de que se trataba de mi vecina, a quien conozco desde niño. Salí a la calle mientas Macarena preparaba a Samuel para su día de escuela, e, igualmente con gritos, le dije que estaba ahí para ayudarla. El Juan, el Juan, gritaba, el Juan se me ha muerto. Mijito se ha muerto. Alcancé a empujar la puerta y entré. El padre, un hombre de unos 80 años daba vueltas perdido, despeinado, desconcertado. Doña Lucía, en bata, lloraba desconsolada mientras repetía: mijito se murió, se murió mi Juancho.

Don Rafael intentó entrar al cuarto para vestir el cuerpo inerte de su hijo de 40 y pico de años, su hijo con síndrome de Down al que, de niño, yo huía y estigmatizaba. Arrastré al hombre fuera del cuarto e intenté vestir el cadáver, sin resultado. Salí de ahí e hice las llamadas de rigor para que se verificara la muerte. La espera fue lenta, los llantos copiosos, la soledad de los viejos sin más compañía que las pocas plañideras del barrio, eran bofetadas que me recordaban la lejanía de mis padres y su inminente, aunque no tan cercano final.

Y sí, mientras la humanidad casi entera manifestaba sus mejores sentimientos con rosas, tarjetas y el ruido del celofán, otros enterraban a sus seres queridos, aquellos que, en la voz estereofónica de un cura de barrio, están junto a Dios. Así dicen, justo cuando la fe de quienes sí creen, flaquea…

06 febrero, 2008

Capítulo 91 (El Apestado)

Cada vez que mi vida deja de apestar, mis lectores me abandonan. Y el corolario de toda esta apestosa aventura bloguera, es la crónica de una muerte anunciada: El Apestado no puede ser un tipo próspero al que la vida le sonría. Así, mis días están contados y al ritmo en que van las cosas, apenas alcanzaré a completar los cien -cabalísticos- capítulos de esta pestilente historia.