Los fines de semana, sea sábado o domingo, compro el periódico, en un acto de extrema generosidad con migo mismo. Eso ocurrió el sábado pasado y, como de costumbre, leí hasta los editoriales, (en otros momentos hubiera dicho hasta los anuncios clasificados). Entre estos comentarios, había uno que hablaba de los parques de la ciudad, un tema que como padre me interesa.
Tal fue mi interés por el asunto que cometí la estupidez de mandar un comentario al editorialista con ésta, mi apestosa identidad. Fue como si hubiera mandado un comentario al viento, pues desapareció, hasta ahora, que lo rescato y comparto con ustedes.
Efectivamente, el editorialista en cuestión sugería que los grandes parques de Quito, La Carolina y Metropolitano, son lugares de encuentro familiares, de grupos de gente a quienes une algún interés, etcétera.
Al respecto nadie puede estar en desacuerdo, sin embargo me pareció oportuno comentar con ese sordo interlocutor que es el editorialista, que los parques de barrio se han perdido. Y me refería en concreto a uno por el que paso a diario, en el que jugaba igualmente a diario cuando era niño, el parque Gabriela Mistral, hoy convertido en bucólico jardín para el gozo de unos cuantos chapas -policías, para quien me lee de afuera- pues se ha instalado un puesto de vigilancia barrial que en mi concepto no sirve de nada.
Efectivamente, yo ya no sé ni cuando, pero de la noche a la mañana, sin consulta, alguien despojó al parque de sus juegos, de su laguna artificial, de la glorieta donde di mi primer beso a una chica del barrio y en su lugar plantaron árboles, uno de los cuales deberá pronto ser derribado, y una cantidad de plantas, hermosas, floridas la mayor parte de ellas, es cierto, pero que ocupan ahora el sitio que algún día fue propiedad de los niños.
Se hizo este cambio bajo el argumento de que el lugar era peligroso, de que en las noches se convertía en guarida de ladrones, reunión de borrachos y drogadictos, aquelarre de las locas del barrio, ring de peleas nocturnas, motel al aire libre.
Así, el espacio de la vida de barrio, donde se organizaban fiestas, dónde se reunían las madres con sus hijos, donde los novios sin morada se daban sus primeros besos, dio lugar a un jardín por el que ya no pasa nadie, donde no pasa nada, el jardín de cuatro policías que pasan el día contemplando las lindas flores y a las abejas que las polinizan mientras que a una cuadra del lugar la gente se mata por un bazuco (cigarrillo de pasta de cocaína).
Y claro, yo comentaba esto con el editorialista, que talvez nunca leyó mi comentario, señalándole que me sentía afectado por lo ocurrido con el parque en el que yo crecí y donde ya, mi hijo de casi cinco años, no puede jugar. Junto a los supuestos “indeseables” se ha ahuyentado a los niños… Vaya manera de ver la modernidad, vaya forma de hacer que nuestros barrios sean más seguros: encerrando a la gente en sus casas, despojándoles de sus lugares de esparcimiento… Pero claro, al editorialista le interesa su propia opinión, no la de este apestado ser anónimo que, por suerte, cuenta con su propio espacio de opinión... ¡y ojalá no me sigan juicio!