15 mayo, 2007




Capítulo 66

Los fines de semana, sea sábado o domingo, compro el periódico, en un acto de extrema generosidad con migo mismo. Eso ocurrió el sábado pasado y, como de costumbre, leí hasta los editoriales, (en otros momentos hubiera dicho hasta los anuncios clasificados). Entre estos comentarios, había uno que hablaba de los parques de la ciudad, un tema que como padre me interesa.

Tal fue mi interés por el asunto que cometí la estupidez de mandar un comentario al editorialista con ésta, mi apestosa identidad. Fue como si hubiera mandado un comentario al viento, pues desapareció, hasta ahora, que lo rescato y comparto con ustedes.

Efectivamente, el editorialista en cuestión sugería que los grandes parques de Quito, La Carolina y Metropolitano, son lugares de encuentro familiares, de grupos de gente a quienes une algún interés, etcétera.

Al respecto nadie puede estar en desacuerdo, sin embargo me pareció oportuno comentar con ese sordo interlocutor que es el editorialista, que los parques de barrio se han perdido. Y me refería en concreto a uno por el que paso a diario, en el que jugaba igualmente a diario cuando era niño, el parque Gabriela Mistral, hoy convertido en bucólico jardín para el gozo de unos cuantos chapas -policías, para quien me lee de afuera- pues se ha instalado un puesto de vigilancia barrial que en mi concepto no sirve de nada.

Efectivamente, yo ya no sé ni cuando, pero de la noche a la mañana, sin consulta, alguien despojó al parque de sus juegos, de su laguna artificial, de la glorieta donde di mi primer beso a una chica del barrio y en su lugar plantaron árboles, uno de los cuales deberá pronto ser derribado, y una cantidad de plantas, hermosas, floridas la mayor parte de ellas, es cierto, pero que ocupan ahora el sitio que algún día fue propiedad de los niños.

Se hizo este cambio bajo el argumento de que el lugar era peligroso, de que en las noches se convertía en guarida de ladrones, reunión de borrachos y drogadictos, aquelarre de las locas del barrio, ring de peleas nocturnas, motel al aire libre.

Así, el espacio de la vida de barrio, donde se organizaban fiestas, dónde se reunían las madres con sus hijos, donde los novios sin morada se daban sus primeros besos, dio lugar a un jardín por el que ya no pasa nadie, donde no pasa nada, el jardín de cuatro policías que pasan el día contemplando las lindas flores y a las abejas que las polinizan mientras que a una cuadra del lugar la gente se mata por un bazuco (cigarrillo de pasta de cocaína).

Y claro, yo comentaba esto con el editorialista, que talvez nunca leyó mi comentario, señalándole que me sentía afectado por lo ocurrido con el parque en el que yo crecí y donde ya, mi hijo de casi cinco años, no puede jugar. Junto a los supuestos “indeseables” se ha ahuyentado a los niños… Vaya manera de ver la modernidad, vaya forma de hacer que nuestros barrios sean más seguros: encerrando a la gente en sus casas, despojándoles de sus lugares de esparcimiento… Pero claro, al editorialista le interesa su propia opinión, no la de este apestado ser anónimo que, por suerte, cuenta con su propio espacio de opinión... ¡y ojalá no me sigan juicio!

08 mayo, 2007

Capítulo 65
El mes de mayo es una pendejada. Empieza con el día del trabajo, en el que yo sí trabajo, por ocho dólares, durante doce horas. Los días se suceden y el mal genio de mi jefe va en aumento. Imagino que todos los años es igual su carácter por estas épocas ya que se considera este mes el peor del año para la actividad turística.

Ni siquiera las perspectivas de la cercanía del verano, de una temporada alta que ventajosamente aquí en el Ecuador dura seis meses, cambia de el aspecto de su cara ni el tono de su voz.

Claro que me dan ganas de mandarle a pastar chivos, pero sé que de hacerlo, me tocaría a mí la tarea. Así que no me queda más que aguantar su mal humor e intentar, por las mismas, que este no me contagie.

Pero a medida que pasan los días este intento se vuelve vano. Con tiempo, mi cabeza da vueltas por oscuras regiones que me llevan a ver de frente mi patética y apestosa condición de subempleado, de modo que, poco a poco, aparece el desaliento, tan recurrente en mi.

Y claro, esto sacará nuevamente lágrimas de mis lectores, pero este es el espacio propicio para hablar de estas cosas y a quien me lea, pues que me aguante.

02 mayo, 2007

Capítulo 64

Fernando Naranjo, el escritor, me puso un reto que no pensaba cumplir, lo confieso. Hace un tiempo me sugirió que hiciera la apología del beso negro, motivado, imagino yo, por la pestilencia del acto. La cosa quedó, en apariencia, en el olvido, pero mi pestilente cabeza dio vueltas en torno al tema hasta el punto en que me puse a ver en Internet qué había al respecto. Les ahorro las atrocidades, las imágenes llenas de morbo y el resto de hediondas descripciones.

Luego, hablé con Macarena del tema, como quien no quiere la cosa. Ella, a pesar de su apertura hacia las nuevas experiencias declaró su asco, sin más, pero me quedó viendo con esos ojos mortales que me destrozan o me alegran, según el motivo que los iluminan. Creo que ella creyó que era yo quien quería practicarle un beso negro cuando la verdad es lo contrario: me encantaría que me lo hagan (oigo ofertas).

Más tarde, absorto como siempre frente a sus glúteos perfectos, ante la línea que los dibuja y los arcos que los elevan desde la parte posterior de sus muslos, amasé con gusto sus redondeles y acerqué mi boca en un gesto que, sabía, no progresaría, aunque luego me atreví a masajear su ano con mi dedo índice hasta lograr que se excitara…

Un día, cuando tuve descanso de mi trabajo en el hostal, comenté con Macarena sobre las tetas de la presentadora de televisión del horario estelar de noticias, al final del mismo. Ambos coincidimos en que seguramente no eran naturales pero acordamos, también, en que sería fantástico que se le cayera el vestido y las viéramos en todo su esplendor. La anécdota, fuera de ser morbosa, era irrisoria ante lo inverosímil.

Suelo, por una manía calorífica diría yo, dormir desnudo. Esa noche, otra de descanso, Macarena estaba con la regla. Yo, cachondo como casi siempre. El sueño, entonces, hizo de las suyas y de ahí que me atreva a contar mi experiencia del beso negro.

Como toda experiencia onírica, ésta es confusa. Intentaré, sin embargo, llenar vacíos con algo de imaginación, de forma que no se den cuenta de qué parte es realidad y qué invento.

El inicio de esta historia se perdió entre las paredes de mi cerebro así que paso directo a la contundente, o lo oscuro.

Estaba yo en la sala de una casa, no la mía exactamente, aunque con los muebles maltrechos de la abuela. De pronto, dos mujeres entraron en la estancia. Una de ellas era la presentadora a la que me refiero más arriba. La otra, no menos tetona, creo, era quien la reemplaza cuando la primera está de gira.

De inmediato las tetas, que tanto quiero ver, se pusieron frente a mis ojos y llenaron con su siliconada voluptuosidad, mi boca. La otra, la rubia procedió a rebuscar bajo el vestido de la morena. Al poco rato la rubia hacía un beso negro a la morena mientras esta me bajaba los pantalones y rebuscaba con su lengua mi orificio más… (no sé como llamarlo). Yo no solo sentía su lengua en mi trasero, también veía sus ojos bailar al ritmo de mis gemidos, tal y como bailan cuando usa términos pícaros o dice cosas con doble sentido, frente a todos los televidentes.

Y ya, Naranjo, ahí tienes lo que querías, aunque estoy seguro de que yo la gocé más que tú leyendo estas desvergonzadas líneas….