15 julio, 2009

Capítulo 122

Este año mi hijo se irá a Orlando a pasar vacaciones. Se irá con su madre y sus abuelos, a casa de su tía, cerca del parque que ahora nubla su mente. Yo me quedaré aquí, a trabajar, acompañado de alguna botella, que a su turno nublará mi mente, en el intento de olvidar, o de obviar mi fracaso, aquel que me impide, a mis casi 45 años, comprar un billete de avión e ir con mi familia de vacaciones.

Me queda el consuelo bobo del supuesto. Aquel supuesto que se convierte en ley para mí al pensar que con lo apestado que soy, seguro no me dan la visa, que al traspasar la puerta del consulado, mi olor me delatará y me sacarán a rastras del sagrado recinto del sagrado país, donde no soy bienvenido.

Mi hijo está lleno de alegría, al saber que saldrá de viaje, que conocerá el parque de diversiones aquel, pero contiene su alegría al saber que yo no estará ahí, y su rostro se nubla.

Intento acallar esa pena diciéndole que me debe traer regaliz al peso, y una gorra sin motivos infantiles. Que debe divertirse, comer todas las hamburguesas y papas fritas que pueda, pero me hace acuerdo de que a él no le gustan las hamburguesas, ni la coca-cola, que prefiere agua y talvez, un hot-dog.

En su intento por agradarme, me recuerda que tendrá que soportar a sus insufribles primos y debo confesar que entonces me alegro de no ir con ellos. Pero mi ánimo vuelve a transformarse cuando, a gritos, imagina que sube al Space Mountain, sin mí, y cuando yo imagino que al final de día aún le quedarán fuerzas para acordarse de mi, y llamarme y contarme a la distancia lo ocurrido hasta entonces, y los planes para el siguiente día, sin mi.

En fin, este será un apestoso mes de agosto, con migo mismo.