27 mayo, 2008

Capítulo 98 (El Apestado)

Hace rato que le debo un post a la ignorante de la Macarena. Y no es que mi mujercita sea un ignorante completa, pero si parcial. Lo digo, debido a que desconoce de la existencia de este espacio, como muchos de ustedes ya lo saben.

Y si no tiene idea de la vida de El Apestado es porque me atemoriza revelarle mis revelaciones, algunas de las cuales, aunque son enteramente sinceras, pueden herirla. Así, puede que no acepte que la desnude, como ya lo he hecho, con mis descripciones sin censura. Entonces, para paliar los efectos que pueden producir un descubrimiento repentino de este mi secreto, aquí va mi alabanza, que más que elogio, es admiración pura y simple.

Cada mañana que me despierto junto a ella, tomo unos segundos para mirarla sin que se de cuenta y me sorprendo de que aún me aguante, de que, a pesar de su belleza, de su pureza, soporte al apestado que tiene a su lado; y no es que tenga aliento de perro sino que en la vida cotidiana soy así, como ustedes me conocen, un eterno descontento, un maldito resentido que para no morir de ira, recurre a la ironía para relacionarse con el mundo, este apestoso mundo.

Y ella, como si intuyera por dónde van mis pensamientos, abre los ojos y me da la primera lección del día: me da un beso en la boca, se da vuelta y se levanta, dejándome ver su perfecto trasero desnudo mientras yo, con esa solo imagen, me reconcilio con el mundo que segundos antes era una bola gris y sucia.

Turbado, alcanzo a levantarme para ir a encender la cocina donde la inmensa cafetera italiana espera para despertarnos definitivamente. Mientras Macarena toma su ducha, yo despierto al niño, le acerco la ropa y tras un juego demasiado corto, entro a la ducha para enfriar mis pensamientos que no han dejado aún la imagen de sus redondos glúteos.

Cuando salgo de la ducha, Samuel está vestido, Macarena a medio arreglarse es una tentación que debo esquivar para no tumbarla en la cama, nuevamente. Así, los tres tomamos el desayuno juntos antes de ir, cada uno por su lado, a vivir la vida.

Son, al menos, unas dos mil quinientas veces las que pienso en la Macarena cuando estoy en el trabajo y al menos una de esas veces la llamo por teléfono, solo para oír su voz, porque por lo general se que está sentada frente al computador atendiendo cosas de su trabajo.

Y es que, no puedo vivir sin ella. Soy un apestoso enamorado. Y hago todo lo posible porque ella sienta, al menos, la décima parte de lo que siento yo por ella. Así, creo que con mis pestilencias, le hago reír, y bastante. También cuezo para ella y Samuel, los platos más exquisitos que mi mente y mi bolsillo me lo permiten. Cuento, aunque ella dice que es para Samuel, las historias más inverosímiles que mi apestosa cabeza puede imaginar y mientras tales relatos duran, veo con fascinación, un brillo en sus ojos, igual que el brillo que las aventuras mías, en las selvas de Madagascar producen en Samuel.

En la noche, cuando la cama es el único lugar que tenemos para huir del pestilente frío quiteño, vuelvo a sentir que el mundo no es ese inhóspito lugar que fue durante toda la jornada y me olvido por completo de mi pobreza y de mis males cuando cruzo mi pierna derecha sobre su vientre plano y acaricio con dulzura su seno derecho…

Te amo, Macarena…

07 mayo, 2008

Capítulo 97 (El Apestado)

En mi trabajo, el de recepcionista de hostal, hay terreno fértil para imaginar historias en torno a los personajes que pasan por ahí. Si bien hay individuos extrovertidos que no dejan lugar a la imaginación, que lo cuentan todo a los pocos minutos de intercambio, hay otros, introvertidos, cuyas caras no siempre reflejan su verdadera personalidad y en torno a los cuales mi apestosa cabeza teje historias.

La más cercana de estas historias fue la de un tipo que pasó en el hostal un mes entero, un tipo que llevaba mi mismo nombre, un tipo al que, contrario de lo que me pasa a mi, parecía que la vida le apestara.

Y es que su cara tenía un rictus desagradable, lo cual, sin dejar de ser subjetivo, era real desde cualquier punto de vista.

- Ese tipo es raro, dijo mi patrón
- Ese tipo es raro, dijo las señora de la limpieza
- Ese tipo es raro, dije yo mismo para mis adentros

Y es que el hombre, pequeño, barbado, algo contrahecho y con la mirada escabullidiza pasaba las tres terceras partes del día metido dentro de su habitación, con la cortinas cerradas, editando algunos videos, dijo él cuando tomó la pieza.

Yo, con mi pestilente mente, asumí que se trataban de videos pornográficos y llegué a pensar que se estaba frente a algún pederasta que, como muchos, imagino, recorren los países de América Latina, encuentran sus víctimas aquí mismo, editan y envían los dichosos videos desde una conexión para ellos segura.

Es así que se lo comenté a Macarena y ella dio alas a mi imaginación. Llegué, entonces, a revisar las páginas de los Most wanted de los Estados Unidos, país de origen del pobre hombre. Pero por más que recorrí las páginas del FBI, la DEA y otras agencias de seguridad, no di con la cara de nuestro huésped.

Sin embargo, estaba convencido de que escondía algo lúgubre, que tanto aislamiento, en un país ajeno, no podía ser normal.

Así, pasaron los días y cada vez que me topaba con el hombre en el corredor, mi aversión hacia él crecía. Estuve a punto de entrar a husmear dentro de sus pertenencias, cosa que jamás se me había ocurrido hacer y claro, no lo hice simplemente por que no soy un apestoso fisgón.

Llegó, entonces, el día en el que él hombre me dio, con sus palabras, en la cara, en la apestosa cara de desconfiado que tengo al pedirme de favor que le tradujera al inglés algunas de reseñas de películas, de documentales en concreto, que pasaba en una sala de cine experimental de la ciudad.

Ahí, me dijo que era cineasta, que estaba editando un video para una organización americana con fines sociales dentro del país.

Solo se trababa de un solitario, apasionado de su trabajo, al que convencí unos días más tarde de tomar una cerveza juntos con el secreto deseo de exculpar mis prejuicios hacia él.