28 abril, 2008

Capítulo 96 (El Apestado)

Mis hijas pronto se irán y en su lugar llegará un hombre, también holandés. Las conclusiones que he sacado de esta experiencia de casi un mes son varias pero me limitaré a aquellas que son las más pestilentes, para usar un término ya habitual en este espacio. Pero antes, debo aclarar que nunca me acosté con la holandesa…

Las chicas, se supone, vinieron a aprender español, objetivo que, a mi parecer, no se alcanzó. Y no se alcanzó por varias razones, una de ellas es que su familia anfitriona, la mía, casi nunca usó el español para comunicarse. Si no lo hicimos fue porque me desesperaba, al igual que a Macarena, ese intento vano, tartamudo, de encontrar la forma correcta del verbo. Tras varios segundos de intentarlo, de corregir los usos, de usar las palabras en otros contextos, ambas partes nos dábamos por vencidas y volvíamos al inglés.

Además, detectamos un desinterés propio de los jóvenes a quienes nada falta, cosa que de alguna manera nos disgustó a Macarena y a mí. Sé que es subjetivo, que no me debería importar la forma en cómo perciben y se relacionan con el mundo otras personas, pero en vista de que vivían en mi casa, puedo y debo criticarlas.

No sé si era miedo, pero rara vez las chicas salían; y nunca lo hicieron solas o fuera de los programas que la escuela de español organizaba. El centro histórico les valió una visita de un par de horas una mañana y jamás comentaron nada sobre lo que ahí vieron, a pesar de ser el centro colonial más importante de toda América. Las comidas que preparábamos con estricta dedicación y planificación, nunca merecieron comentario alguno, y eso que se trataba de locros, ceviches, fritadas, otros platos de la comida típica del país y muchas ensaladas y frutas, como es costumbre en mi casa.

Inclusos Samuel, mi hijo dejó de mostrar interés por ellas al cabo de una semana de haberse frotado descaradamente sobre los muslos desnudos de la holandecita.

Pero lo peor, para mi, es lo que sucederá cuando dejen mi casa. Las dos chicas harán trabajo de voluntariado en un barrio suburbano de Quito: darán clases de inglés a niños en edad preescolar: ¡Vaya ayuda!

Desde que abandoné mi vida de cuentista social, vinculado a los llamados voluntarios y sus ONGs, estoy convencido de que este tipo de labor no solo que no ayuda en nada a la gente de mi país, sino que le perjudica: los voluntarios –la mayoría de ellos- son unos pobres vagos que nada saben de nada pero que con acento extranjero intentan convencernos de su misión. Yo mismo he sido testigo de cómo algunas prácticas corruptas, inculcadas por estos nuevos cruzados, penetran en el modus operadi de organizaciones sociales y se vuelven moneda corriente.

Pero claro, yo sigo haciendo parte de este juego apestoso pues no dejaré de recibir a los dichosos voluntarios en mi casa, mientras paguen, claro.

14 abril, 2008

Capítulo 95 (El Apestado)

Mis hijas, putativas, son dos perlas en el océano de estos malhadados años. Fui a recogerlas a la hora del almuerzo de la escuela de español que nos ha puesto en contacto, después de verificar que serían bien recibidas y acomodadas correctamente.

Una pequeña biografía de la familia les advertía sobre nuestros perfiles, entre los que se menciona que hablamos inglés, lengua en la cual nos comunicamos, por ahora, ante la fascinación de mi hijo Samuel.

Nerviosas, llegaron a la casa, escogieron sus habitaciones y luego recorrieron el lugar con cierto asombro, (talvez al final de su estadía me expliquen el motivo de tal asombro). Creo que con inquietud, aceptaron que Macarena apareciera solo hacia el final de la tarde. Por suerte, el fin de semana empezó al día siguiente, así que esos dos días nos dieron tiempo de mostrar lo que es en realidad una familia quiteña, aunque debo reconocer que la mía no es el modelo establecido. Me explico: yo cocino, no lo hace Macarena, por precaución, diría yo, ya que su despiste puede envenenarnos, claro que es una forma exagerada de decir que cocina pésimo.

Samuel, con la inquietud que todo esto ha provocado (cuarto nuevo, huéspedes de las que se ha enamorado al primer vistazo, sin saber cuál de ellas es más linda, etc.) exagera los tratos de confianza que nos caracterizan, por ejemplo, golpea los glúteos de su madre con más fuerza que nunca, maltrata mi cara en busca de gestos que seguramente espantan a nuestras visitantes, come con las manos y sobre todo canta a voz en cuello en una jerizonga que intenta parecer inglés.

Yo, bebo cerveza y fumo en el patio trasero, para no molestar con el humo a nadie, y leo, mientras de reojo miro la piel de durazno de mi hija holandesa, un mujerón de 19 años que nos ha confesado que está enamorada de un hombre de mi edad. A las diez de la mañana, del domingo, sus minúsculos calzones cuelgan sobre mi cabeza y su mirada cruza la mía en un gesto para mi desconcertante.

Y así, la vida de El Apestado ha tomado otro giro.