17 enero, 2008

Capítulo 90 (El Apestado)

Que esta apestosa condición puede desaparecer es tan cierto como que mi cuerpo y alma puedan estrellarse esta misma tarde contra un bus en plena Av. Colón.

Pero ante tal eventualidad, no me queda más que seguir con el relato de lo que acontece. Resulta, entonces, que mis planes de mudarme al departamento que queda en la parte posterior de la vieja casa de mi abuela, para destinar ésta al alojamiento de extranjeros, camina a paso lento, debido a que mis obligaciones no me permiten dedicarme por entero a la tarea.

Los obreros que nos ayudan, trabajan solo el fin de semana. Pero esto no está tan mal que se diga, pues hemos encontrado, Macarena y yo, un momento de complicidad, de colaboración, cosas que, tras quince años de estar juntos, habían comenzado a desvanecerse en la cotidianidad.

Así, cuando Samuel está ya en su cama, en el segundo piso de la casa, nosotros tomamos nuestra ropa más vieja, aunque la distinción no sea tan simple, y nos ponemos a acumular escombros, a raspar paredes o terminar la tarea inconclusa de los albañiles, quines se han vuelto nuestros mejores amigos, nuestros consejeros de fin de semana.

Y así, las cosas avanzan, pero lentamente. Entre tanto, ya no hacemos otra cosa que hablar sobre nuestro futuro y próspero negocio. Ya tenemos claro, por ejemplo, que nuestros clientes no llegarán por gracia de Dios, sino que hay que trabajar para conseguirlos así que ya tenemos planes virtuales de cómo lograrlo, una de las tareas será el ir a las escuelas de español para ofrecer nuestra casa, dejaremos volantes en las lavanderías y cyber cafés de todo el barrio y, como objetivo más importantes está el de abrir una página en Internet para que, poco a poco, nos vayan conociendo.

También hablamos de cómo serviremos los desayunos, de si debemos o no incluir almuerzos y cenas para los estudiantes, de lo bien que hará todo esto a Samuel, de la posibilidad de que alguno de nuestros huéspedes haga las tareas de babysiter para que al fin, al cabo de más de cuatro años, podamos salir al cine juntos, y, por qué no, a tomar luego una cerveza.

03 enero, 2008

Capítulo 89 (El Apestado)

No todo apesta, bajo el escaso sol de nuevo año.

Y sí, claro, han sucedido cosas, pero no me atrevo a calificarlas pues los últimos desvaríos de este su Apestoso servidor, han sido objeto de las más severas, de las más estremecedoras verdades, así que me limitaré a relatarlas para evitar así los golpes que puedan derivar de todo esto.

Aunque, claro, debo volver sobre mis afirmaciones, como lo hago a cada momento sobre mis actos, para señalar que solo el sendero que tome lo que me apresto a contar determinará si logro o no evitar los calificativos (esto es lo que llamaríamos, nosotros los doctos inútiles, metadiscurso, ¡puah!)

Las Navidades no fueron tan pestilentes como las esperaba, como las esperaba mi eterno pesimismo. Así, Samuel, mi hijo de cinco años, es el orgulloso poseedor de una flamante bicicleta china que yo mismo logré comprar con el “bono navideño” que me dio Papá Noel.

Además, con el remanente de ese mismo bono, llevé a casa de mis suegros, para la cena de Navidad, una buena botella de Pinot Noir que descubrí hace meses ya en una miserable tienda de barrio, sin que su propietario, claro, sepa de la fineza que tenía en las perchas.

Claro que pudo estar malo el vino, pero ni siquiera eso ocurrió; más bien, la cena de Navidad en casa de mis suegros, fue hasta agradable.

Mi cuñada, su gordinflón marido y sus insoportables críos comieron vorazmente, lo que les impedía hablar mucho, así que me esmeré en tener siempre a su alcance la bandeja más próxima. El vino lo disfrutamos casi solos Macarena y yo pues los demás han entrado en esa inexplicable abstinencia que los lleva a beber gaseosas hasta en la cena de Navidad.

La hermana de Macarena es la que ha puesto el toque diferenciador en estas fiestas, por ejemplo, decidió que irían ellos solos a la playa cosa que me extrañó agradablemente pues se fueron pronto y no se llevaron con ellos a Macarena y Samuel, y aunque sé que unas vacaciones les hubieran sentado bien, me alegré de que no me dejen solo. Y sí, soy un apestoso egoísta que detesta pasarla solo.

Además, y aquí entro ya en lo profundo del post, mi cuñada, demostrando una generosidad extrema, y una independencia que nos ha sorprendido a todos, ha decidido ayudarnos, sin que nadie lo sepa, en nuestro proyecto, aquel que nos sacará de esta apestosa pobreza.

Y claro, ya no me queda más que hacer público el proyecto. Como algunos ya lo saben, vivo en la vieja casa de mi abuela, en uno de los barrios más tradicionales de Quito, en el sector turístico de la ciudad. La casa es grande para nosotros y existe un pequeño departamento en la parte posterior que está deshabitado porque está parcialmente destruido por los efectos del tiempo y el abandono. Ni siquiera Samuel se atreve a entrar ahí, pues le da miedo la oscuridad y le repele el olor a rancio. Así que, en resumidas cuentas, nos pasaremos a vivir ahí, cuando esté habitable, y destinaremos el resto de la casa, de cuatro cuartos más, al hospedaje de extranjeros.

Voilà mi secreto. Ahora hay que ponerse manos a la obra con el primer dinero facilitado por mi cuñada, el mismo que tendremos que devolver en cómodas cuotas, y a medida que el negocio crezca. No les diré cuales son mis expectativas en cuanto al dinero, pero tengo una pequeña idea con lo que yo, o Macarena, pero no los dos, deberemos abandonar nuestros respectivos trabajos para sostener el nuevo.

Y así, la vida de este apestado puede tomar nuevos rumbos. ¡Feliz año a todos!