25 noviembre, 2009

Capítulo 130 (El Apestado)

Tras la borrachera que me pegué en casa de los parientes de mi mujercita, ando alicaído, cabizbajo, meditabundo, y con un dolorcito medio extraño en la parte izquierda del vientre.

¿Será que mi suegra me ha hecho brujería? ¡No me extrañaría!

Desde el incidente de la borrachera, no he vuelto a casa de mis suegros, ni ellos han manifestado ningún deseo de que así sea. La Macarena ya no me trae mi porción de comida, en tarrina. No creo que sea ella la que haya decidido tal cosa, eso también es obra de la Omnipresente, en confabulación con doña Olga, la empleada que, creía yo, me tenía estima, por esa empatía que une aquellos apestados por la vida.

Hasta mi hijo actúa de forma extraña y me recuerda, cada vez que abro una cerveza, la escenita que les hice.

Claro, he sido castigado. Y esto me lleva directo a la infancia, cuando mi padre ejercía su pesado poder sobre mí, en la forma de cuatro enormes dedos que se estampaban contra mi peluqueada nuca de corte militar. Era muy frecuente, casi una vez al día, y más cuando estaba pasado de tragos.

Si bebo, debo reconocerlo, es por que me gusta. Pero me gusta porque, creo, crecí viendo a los adultos de mi entorno con un vaso en la mano, alabando los efectos que aquel líquido prohibido producía sobre sus angustiadas vidas.

Así, a los catorce ya había pasado por unas cuantas borracheras y a los dieciocho era un experto en el tema. Cuando me fui a Europa, cambié mi relación con el licor, ingiriéndolo de forma cotidiana, pero moderadamente, en la mayoría de los casos. Para el final de mi estadía, bebía una botella de vino al día, con las comidas, y, claro, cada vez las cosechas eran mejor seleccionadas. En algunas ocasiones hice viajes gourmet a las regiones vinícolas, donde comí y bebí como lo hace la realeza. Claro que antes de eso debí trabajar recogiendo uvas, en Dordoña, donde recibía parte de la paga en vino, vino que terminaba atacando mis neuronas y las de mis colegas de temporada, casi hasta la inconciencia, en medio de una juerga casi orgiástica.

Y así, este alcoholismo que cargo a cuestas, y del que no puedo desprenderme, me ha valido la mirada desaprobadora de mi suegra, alegrías y polvos memorables con la Macarena, y otras chicas también, risas sin fin con los antiguos amigos, vómitos de poseso y mañanas infernales de chuchaqui, y, por ahora, la censura de mi hijo de siete años, con quien tengo la obligación de sentarme a conversar sobre este vicio con el que acompaño mis comidas.

Claro, tampoco es que me tome una botella de aguardiente al día. Aunque si tuviera los medios, una de vino si me tomaría.

Pero, no me digan, eso si que no, que deje de tomarme una cervecita al medio día del domingo, en pleno sol, ni que añore un Pinot Noir de Nueva Zelanda, o que se me vayan las babas por un whisky de malta Dalmore.

Para los que mueren de ganas de un apestoso consejo, les recuerdo que “el más reprochable de los vicios es hacer el mal por necedad”, como lo dijo el vicioso de Charles Baudelaire.

02 noviembre, 2009

Capítulo 129 (El Apestado)

De gana dije nada. Igual, me tocó ir a la famosa reunión familiar de la Macarena Resulta, pues, que la Omnipresente, tras largas deliberaciones telefónicas con su hija, convenció a esta de que era una buena oportunidad para ver y compartir con la familia, que después de todo es su familia, (aunque no mía, felizmente).

Es así que la Macarena, con esa cara de perrito abandonado que a veces pone, vino a mí, por la espalda, a darme la noticia de que iríamos, de que nos excusaríamos del otro compromiso. No, ni siquiera tuve chance de negociar, peor aún de negarme, pues su dulzura autoritaria, sacaron de mi boca esa sílaba que es orden perentoria: sí.

Claro que después golpeaba mi cerebro contra las paredes internas de mi cráneo, en la búsqueda de algo que me aclarara por qué diablos fui a decir que sí cuando en realidad quería decir que no.

Mientras intentaba ocultar con un viejo saco la vejez misma de mi única camisa de cuello, me atrevía a decirle, a la Macarena, que prefería no ir. Si ella misma tenía sentimientos encontrados con respecto a la reunión, halló en mi confesión un motivo para sacar a flote toda esa carga represada que el evento mismo le producía. Poco es decir que quedé más pálido que mis calzoncillos luego de oírla maldecir, luego de descubrir que ante ella mi palabra vale un huevo, de verla desatar su perfecta cola de caballo en un ademán brusco y extremadamente sensual que en otras circunstancias hubiera sido suficiente como para que me abalance sobre su contorneado cuerpo, pero entonces, los sapos y culebreas que iba dejando regados por el piso, a medida que se alejaba de mi, ahuyentaron de inmediato esa idea de mi cabeza..

Acomodé mi expresión de idiota frente al espejo, me serví una copa de aguardiente y me llené de valor para acercarme y decirle que ya, que todo estaba bien, que terminara de arreglarse, que yo me encargaba de darle el último toque de peinilla al niño, que se apurara porque la Omnipresente pronto estaría ahí, para llevarnos a la reunión.

La cuota de veinticinco dólares por adulto fue pagada por la suegra, como para evitar que tal detalle nos conviniera de no ir.

Llegamos, entonces, a la cita, dentro de una casa, a las afueras, que abarcaba fácilmente dos manzanas enteras. Las carpas estaban dispuestas, a pesar de que el día se anunciaba más bien gris. Los meseros, de punto en blanco, los familiares ni qué decir. Yo con mi saquito de cuadros, pasado de moda, el pantalón de pinzas, también pasado de moda y los zapatos agrietados, solo pude elevar mi cuello lo más arriba posible para contrastar, con mi altura física, mi pequeño sentimiento de desconcierto.

Tras la suegra, tras el suegro, tras Macarena y el niño, estaba yo, a la cola para los saludos. Muchos no sabían siquiera quién era, y yo, no sabía quien era ninguno de ellos, salvo, quizás, un par de tíos y unas dos primas de la Macarena a quines he visto de casualidad en algún supermercado, o en lugar parecido

Mi hijo, llevaba tanto desconcierto como yo. Los niños que estaban ahí parecían conocerse todos, y llevarse de maravilla, así mismo los adolescentes que ocupaban solo ellos unas tres carpas completas. Fácilmente había unas 130 personas, sin contar con las mucamas, las enfermeras, los pajes, los choferes.

Primero me tomé una cerveza helada, para que a lengua se despegara del paladar, y luego otra, para tomar valor, y una tercera, por si acaso. Entre tanto, fui a dar vueltas con el Samuel por el jardín, en el intento de que algún niño se insinuara con él, pero fue en vano. Macarena se unió a nosotros, y me prometió que nos iríamos pronto. Luego fuimos a sentarnos en una mesa donde estaban los primos de la Macarena, que iniciaron su interrogatorio. Administro un hostal, dije mientras que ellos eran los dueños de sus propias empresas y contaban anécdotas de lo mal que les trataron en el Hampton Inn de Coconut Grove.

De la cerveza me pasé al whisky, en las rocas. Antes de comer el primer bocado ya me había toado dos whiskys y empezaba a desinhibirme. Macarena me hacía ojitos. La Omnipresente, ojotes. Y a mi me picaba el ojete de tanta mierda que oía a mi alrededor.

La casa por dentro era de un lujo indescriptible, lo verifiqué cuando fui en busca de un baño. Claro que yo, por más dinero que tuviera jamás hubiera ostentado tanto, pero claro, no era yo, ni el dinero era mío, así que este comentario no viene a caso.

Sí, todos ellos despotrican contra el gobierno este que ahora tenemos. Sin temor augura lo peor para el país: una dictadura de mano dura, como la del Pinocho. Creen en la libre empresa y en la libre contratación, creen obre todo en el dinero, no en la gente.

Vino tinto con la comida, y otro vaso de whisky antes de atacar al postre.

La cabeza ya me daba vueltas, la mano de Macarena apretaba cada vez más fuerte la mía y los parientes iban alejándose de uno en uno, hasta que finalmente nos quedamos solos en la mesa, con Samuel dormido sobre las piernas de su madre.

Más tarde, un discjockey inició la sesión de cumbias, ballenatos y michalejacksons. A la primera salsa buena, saqué a Macarena y demostré a todos cómo se baila de verdad, pues si de algo me precio es de ser un excelente bailarín. Las caras de desaprobación cambiaron por un instante, hasta que me vieron con otro vaso de whisky en la mano.

Ese fe el último vaso. No sé que le dijo la Omnipresente a mi mujer, pero al poco rato estábamos subidos en un taxi, en dirección a la casa. Ya ni me acuerdo cuando llegamos, ni cómo terminé metido en la cama. Y crean que tampoco me importa. De lo que estoy seguro es que nunca más me invitarán a una de esas fiestas y que a la Macarena tampoco se lo ocurrirá decirme que vayamos.