26 julio, 2007




Capítulo 70




Yo quisiera que el uso de las malas palabras se eleve a norma constitucional. Sí, ya estoy harto del juicio, pacato, que se da a algunas palabras de uso más cotidiano que aquellas con las que nos doran la píldora presentadores de TV, periodistas de medio pelo y editorialistas decimonónicos.

Ahora resulta que un mierda, bien puesto, atenta contra la honra de las personas. Acaso no se han dado cuenta de que el concepto de honra va más allá de la afectación que puede hacer en los oídos una de las palabras con mayor recurrencia en el discurso cotidiano de la gente?

Y es justamente lo que quiero rescatar: el discurso cotidiano, el registro familiar, no aquel rimbombante, pero vacío, de los académicos, entre comillas, que no dejan, sin embargo, de agredirnos con errores sintáctico-semánticos que esos sí, violentan los oídos de cualquier persona. Y para que vean que sé de lo que hablo, chucha, ahí les va la atroz costumbre de la gente a caer en el dequeismo (p.e.: pienso de que el Gobierno es una mierda). A los que así se expresan, disculpen, la pestilencia, pero deberíamos insultarlos en público.

Y que conste que quiero rescatar la mala palabra, no el insulto, que ese sí, es deshonroso.

Pero ya que estoy en esto, y debido a la larga ausencia de este espacio, tengo bastantes pestilencias represadas que necesitan con urgencia salir de mi piel.

La peor de ellas va dirigida a la Iglesia. No soy creyente, ya lo he dicho varias veces, pero sobre todo soy un acérrimo, un pestilente detractor de la Iglesia, como institución. Y es que las cosas que hace la La puta de Babilonia (nombre que los albigenses daban a la iglesia Romana, como lo señala el Apocalipsis), me tiene apestado. Y es justamente al libro de Fernando Vallejo (Medellín, 1942), del mismo nombre, al que me quiero referir. Oí en la radio que el libro en cuestión fue prohibido de venderse en Guayaquil. Sí, el libro está hecho para gente de mente abierta, no para aquellos a quienes rige y condiciona la fe, no cabe en mi apestosa cabeza la idea de que en pleno siglo XXI, en una ciudad que se precia, que grita a todos los vientos que es pluralista, se den este tipo de prohibiciones arteras. Digo esto porque estoy seguro que replicarán a mi queja diciendo que nadie, nunca jamás ha prohibido la obra, pero basta con preguntar en una de las pocas librerías del Centro para que se enteren de que no hay. Yo, que casi nunca me equivoco, tengo la certeza de que los curas compraron toda la edición, como ya lo han hecho en otras ocasiones, para que la gente deje de leer la diatriba de Vallejo, una historia bien documentada, contada con humor e irreverencia, obra que en Quito, mi ciudad, se encuentra en cualquier esquina por cinco dólares en edición Pirata, la única al que, confieso, puedo acceder.