21 agosto, 2007

Capítulo 72

He intentado, ahora que estoy solo, sin mi familia, hacer cosas que de habitud me son imposibles, pero nada de lo propuesto lo he logrado plenamente.

Con mucha dificultad de espíritu, salí a tomar dos cervezas en uno de los bares del barrio, convencido de que el roce con gente desconocida me haría bien, que lograría, al menos, cruzar dos palabras con alguien afín, pero nada de eso encontré, solo balbuceos, ronquidos y jerizongas que me devolvieron como un apestado de la noche al hueco que forman las cobijas desde que Macarena se fue con Samuel a la playa.

Intenté, esa mañana, dormir hasta tarde, pero el sol hizo de las suyas por la rendija que dejaron las cortinas, y arrancó de mis párpados un sueño cavernoso y alcoholizado, gracias a la media de Norteño (licor anisado) que aún reposa del costado de mi cama.

Yo no sé por qué me afano en dejarlo todo tirado por ahí cuando estoy solo. ¿Somos los hombres, en oposición a las mujeres, unos animales sucios, desordenados y hasta repugnantes cuando estamos en la intimidad de nuestra sola soledad? O, acaso, es el pedo que tengo atravesado en el alma desde hace ya tantos meses el que me lleva a ese estado de autocompasión; el mismo estado que me hace descubrir en este espacio mis flaquezas más inconfesables.

Claro que cuando vea a mi hijo y a Macarena atravesar la puerta, con su color canela, sus voluptuosidades henchidas de sol, sus historias de arena, mi aletargamiento se irá al carajo y la algarabía invadirá mi pestilente ser hasta convertirme, entonces, en el ser más feliz del planeta. Hasta entonces…

13 agosto, 2007



Capítulo 71


Ahora resulta que la Macarena y el Samuel se van a la playa, sin mí. Claro que me alegro, por ellos, pero me enfurezco de no poder acompañarlos. Se van con mi suegra, cosa que me apesta porque tengo la certeza de que mi nombre será mencionado sin cesar, en los peores términos, y cerca, muy cerca de los esponjosos oídos de mi hijo.

Irán a la casa del Notario, hermano de mi suegra, otro personaje que se alegrará de que yo no vaya pues a sus ojos no soy más que un perdedor, opinión que en realidad no está lejos de ser verdad, aunque apeste reconocerlo.

Hace más de tres años que no salgo con mi familia a la playa, lugar donde, por cierto, engendramos a Samuel. Pasábamos de los 33 años y para entonces habíamos recorrido cuatro de los cinco continentes. Cuando tomamos la decisión de convertirnos en padres, éramos adultos responsables y solventes. Teníamos grandes planes, como casi todo el mundo a esa edad, y de la manera más absurda y repentina, todo se vino abajo, como para recordarnos la materia de la que están hechos nuestros sueños: de arena, como aquella con la que jugará Samuel en un par de días.

Claro que estoy apestosamente nostálgico, pero sobre todo estoy molesto conmigo mismo por no poder desprenderme de mis obligaciones, o mandar todo para el carajo, e irme con ellos a unas merecidas pero, por ahora, postergadas vacaciones.