14 noviembre, 2006

Capítulo 52

Nuevamente el frío, el apestoso frío de Quito que nos recuerda que el año está por terminarse, que las Fiestas de Quito se avecinan, iguales a las del año pasado, sin más novedad que el espectáculo denigrante de los borrachitos en los alrededores de la Plaza de Toros, en horario estelar de todos los noticieros del país.

El circo de las elecciones presidenciales y la Navidad completarán el calendario de este apestoso año, sin calefacción en las casas. ¿Por qué, si en Guayaquil hay aire acondicionado, en Quito no tenemos calefacción? ¿Acaso nadie siente el frío que yo siento?

Es verdad que, como casi todos los ecuatorianos, suelo quejarme más de la cuenta, es verdad que el descontento rige mi vida y que tengo la manía de ver la paja en el ojo ajeno, pero estas fechas llaman aún más al pesimismo. Es posible que en la Navidad tenga que trabajar en el hostal en el horario nocturno sin poder ver a mi familia; que ésta pase en casa de mis suegros, comiendo el maldito pavo que sabe a estopa, la berreada ensalada dulce, el vino blanco casi frío (sin duda el poco aromático Sauvignon Blanc de Concha y Toro), con luces multicolor adornando un árbol artificial bajo el cual yacen los regalos de Julián, los regalos que yo no le puedo dar.

Solo la perspectiva de esta apestosa fiesta familiar, de la que no podré participar, me deprime con dos meses de anticipación.

08 noviembre, 2006

Capítulo 51


Con los cincuenta dolaretes que me gané como guía turístico improvisado compré una película de Wim Wenders, con la ridícula traducción de Viene golpeando, la película infantil La casa de los sustos, para Samuel y un el concierto de Muse, Hullabaloo, que dio en el 2002 en el Zenith de París. Una vez estuve ahí durante un concierto de Bob Dylan y de Tom Petty. Estuve lejos, muy lejos del escenario, pero en compañía femenina. Junto a nosotros, un grupo de parisinos nos brindó un poco de hachís. Yo estaba como atontado, al principio, ante una multitud tan extravagante: después de todo fue mi primer concierto masivo, unas 10 mil personas latiendo al ritmo de la harmónica de Dylan, entonando Rainy Day Woman, aunque con sonidos guturales, eso sí.

Pero bueno, Muse, vuelvo a Muse. Confieso que nunca lo había oído pero la descarga que despide en su concierto es para dejar atónito hasta el espectador de pantalla, como yo, apestado amante de la buena música pero que sufre un ayuno forzado de todo lo que se desarrolla en un escenario.

Hace unos meses fuimos con Macarena y Samuel a un concierto gratuito y vespertino donde tocaba Sudakaya, en la Alianza francesa. Y sí, me gusta, me gusta mucho Sudakaya, me gusta el Dub. En esa ocasión éramos nosotros los más viejos y el más joven de todo el concierto. Samuel saltaba en mi espalda que daba gusto cuando cantaban Me opongo, pero entonces no me di cuenta de que más tarde el dolor me recordaría que los cuarenta pesan. Macarena, en cambio, recuperó en esa salida diez años. Con el rabillo del ojo veía su juventud florecer tras la camiseta roja que pronunciaba sus exaltados pechos, captando toda la atención de un entorno poco discreto.

Al salir, caminamos hasta encontrar un par de cervezas frías y un helado gigante. Esa fue la última vez que asistí a un espectáculo.