22 junio, 2009

Capítulo 121

El Cuico, nuestro perro, se murió. Luego de tres semanas, el moquillo atacó a su sistema nervioso y tuvimos que ponerle una inyección letal para terminar con su sufrimiento.

Y aquí viene lo apestoso, lo triste de esta historia. Y si esto es motivo para que se revele mi verdadera identidad, tomo el riesgo. Hace tres semanas exactamente, como ya lo conté en mi post anterior, fuimos al albergue del PAE (Protección Animal Ecuador), en busca de un perro, motivados sobre todo por el pedido reiterado de mi hijo de seis años, a quien una compañía peluda hacía falta.

Todos los perros eran feos, menos el Cuico.

(De paso les cuento, para los que no saben, que /kwika/ es una palabra quichua que significa lombriz de tierra. Por extensión, para los que tampoco saben, se usa para referirse a las personas muy flacuchas. Resulta, para el caso, que el Cuico era un perro largo y flaco).

Mi hijo no quería esperar para llevarse el animal a casa. Así que rogamos, como suele hacerse aquí, con la clásica frase de: “no sea malito vea…”, y los miembros del PAE, incluido la veterinaria de turno, nos autorizaron a que nos llevemos el animal, con condición de regresarlo nuevamente una semana más tarde para esterilizarlo y aplicarle todas sus vacunas, incluida la del moquillo. Pagamos los veinte dólares y nos fuimos, felices, con el perro a casa.

(El moquillo es un virus que afecta sobre todo a los perros y gatos y que es mortal en la mayoría de los casos).

A la primera semana, el Cuico parecía haber vivido con nosotros siempre. Se adaptó a nosotros, a nuestros horarios y nuestras exigencias de mil maravillas, y ya empezábamos a referirnos a él como un miembro más de la familia hasta que lanzó su primer estornudo. Ahí, todos hicimos mutis, lo regresamos a ver y luego continuamos con el bocado que nos esperaba en el plato del desayuno. Por la noche, los estornudos eran mas frecuentes. Faltaba un día apenas para que se cumpla la semana y que debamos acudir a la cita con el veterinario así que decidimos esperar, convencidos de que el Cuico padecía de un resfrío.

Se cumplió el plazo y fuimos al veterinario que confirmó la presencia del malévolo virus. Recetó unos anticuerpos y otras medicinas, fue sincero al decir que era muy difícil curarlo, pero no nos dijo entonces que cuando lo recogimos del albergue, el perro estaba ya infectado, eso lo supe después, tras leer algunas cosas al respecto.

Gastamos un dinero que no estaba previsto, y que para nuestra cuica economía, es siempre un golpe cuyas consecuencias se dejan vera hacia finales del mes. Dimos atenciones al perro, como quien las da a un enfermo terminal. Nos emocionamos cuando lo vimos levantarse de su cama, moviendo la cola, (que también parecía una cuica), cuando ladraba, en un intento de demostrar su perruna obligación como guardián. Nos entristecimos al verlo decaer nuevamente. Apresuramos el paso a la farmacia para comprarle los últimos descongestionantes. Macarena asistió al perro como una madre abnegada. Julián aceptó no martirizarlo. Finalmente, un día, Macarena vio cómo le daba una convulsión y entre los dos decidimos llevarlo para que acaben con él.

Los señores del PAE, tan profesionales ellos, tan defensores ellos, tan perros ellos, no debieron habernos entregado un animal enfermo, no debieron ceder a nuestras súplicas, debieron entender que en esta historia no solo hay pulgas, sino personas involucradas, que el niño que recibió al perro con todo el entusiasmo que una mascota trae consigo, es ahora una víctima de su apestosa incompetencia. Mors, ultima ratio.

01 junio, 2009

Capítulo 120

A veces se me hace que mis comentarios podrían interesar, pero me equivoco. Debo corregir y limitarme al relato, a la descripción pura y fría de esta pestilente vida, aunque en el transcurrir de los días, casi nada de lo que ocurre merece una línea.

Talvez lo más relevante ha sido la adquisición de un perro para mi hijo. Hace unas semanas fuimos al albergue donde se acoge a los perros sin hogar, y escogimos uno, el cachorro menos feo. Pero lo más importante de esta anécdota, no es el hecho mismo, sino la cara de Samuel al ver reunidos en un mismo lugar a tantos perros que se frotaban contra él, en una demanda lastimera para que los considerara el elegido. El niño se daba vueltas desconcertado, sin saber qué hacer, a cual elegir, a cual dejar abandonado a su suerte, en medio del pestilente olor de la jauría.

Mientras estábamos ahí, llenando las formalidades necesarias, una pareja llegó a firmar la declaratoria de abandono de un perro adulto, un boxer, si no me equivoco. Cómo alguien puede hacer eso, me preguntaba, sin comentar nada con Samuel pues de hacerlo, se hubiera conmovido aún más y hubiera preferido ese perro adulto, al cachorro, blanco con negro, que ahora nos hace las noches imposibles.

Claro, como era de esperarse, el perro ya ha mordido, entre juegos, varias veces a Samuel con lo que ha declarado, entre lágrimas y gritos que odia al animal, para de inmediato olvidarse del incidente y seguir jugando con su mascota, que sufre, igual que él, cuando el niño le jala las patas delanteras y le hace bailar.

Yo soy el malo, el macho alfa al que el perro sigue a todas partes, aunque intento que Samuel sea quien le de la comida y se convierta así en su perro, más que en el mío. Soy también el que ejerce mano dura para educarlo, para enseñarle la difícil tarea de orinar en el jardín, y no en la alfombra, y de cacar afuera, y no junto a mi cama.

Macarena es la que concilia, la que consuela al mordido, la que trata de razonar con el irracional.

El perro, Cuico, nos ha cambiado la vida, ha hecho que esta sea menos pestilente, pese al olor.