11 abril, 2006

Capítulo 13

Bueno, confieso que exageré. Mi nominación como blog destacado me exaltó como al adolescente exalta el beso de una chica. Y, ahora, con la cabeza fría, me doy cuenta de lo pendejo que fui.

Lo que pasó, y lo digo claramente como justificación, fue que ante la inercia de los últimos meses, encontré, por unas horas, algo de lo que asirme. Creí, iluso yo, que estas confesiones alcanzarían esferas públicas cuando su origen es totalmente el contrario. No busco reconocimiento por mis flaquezas, porque, aunque circunstanciales, me denigran. Y, claro que, como dice un lector, uso el humor para hacer frente a tanta pestilencia ya que en mi mente no hay otra manera de enfrentar la realidad: si no me río de mí mismo terminaré llorando en un rincón, como un verdadero apestado.

Macarena, por supuesto, sigue en el desconocimiento absoluto de lo que aquí se expone, lo cual me tranquiliza y no. Lo primero porque no recibiré palos, lo segundo porque algún día llegarán. Sigo convencido de que a las mujeres, y en especial a la mía, nada se les puede ocultar.

Entonces, vuelvo al día a día.

Mi suegra llegó de visita porque Samuel se enfermó. Aunque anunciado, el evento, y lo llamo así porque hacía meses que no nos dignaba con su presencia, causó el revuelo general.

Como Macarena ya empezó su trabajo, fui yo quien tuvo que atenderla. Junto a ella entró un viento helado que enfrió hasta el hastío los cuarenta minutos que estuvo en casa. Claro que la dejé con Samuel para que este abra los regalos que su Abue le trajo pero, cual fantasma, deambulé por la casa, inventando a mi paso actividades que demostraran que sirvo para algo. Por ejemplo, le pasé un vaso de agua que dejó casi intacto. Llamé a mis padres para tener en quien apoyarme. Pero antes de su llegada me esforcé por arreglar la casa para que la encontrara como a ella le gusta tener la suya. Al final el resultado fue frustrante porque de alguna manera el tedio de estos meses ha penetrado incluso en los viejos sillones que heredé de la abuela. Y, aunque limpia, la casa se veía maltrecha y desordenada, como mi espíritu.

Cuando se fue, sentí un alivio indescriptible, pero al cabo de un rato me entró un cansancio igualmente indescriptible que me llevó a tumbarme junto a Samuel hasta la legada de Macarena. Cuando ella me preguntó por la vista de su madre, sonreí con un idiota y dije que todo estuvo bien. Seguro que no me creyó y para confirmar mi versión llamó a casa de sus padres. Cuando colgó tenía un rictus de disgusto cuyas causas no me atreví a indagar.