07 junio, 2010

Capítulo 139 (El Apestado)

Hace rato ya que había preparado el viaje a la fiesta de Corpus Christi, en Pujilí, con mi familia. Este fin de semana que pasó es quizás el último que tendré libre hasta casi finalizar el año, debido a la llegada de la temporada alta. Como mi jefe ya estaba preparado para mi ausencia el sábado a primera hora nos fuimos hacia el terminal de buses de Quitumbe para luego tomar un bus hacia Latacunga,a menos de dos horas de Quito.

Claro, lo primero que tengo que decir es que el viaje hasta la terminal de buses, es eterno, por lo que el tiempo del viaje se aumenta en una hora, fácilmente. Pero bueno, supongo que ese es el precio de la modernidad. Lo segundo, es que los choferes de bus, sus controladores, y la música chicha esa que ponen, siguen siendo tan pestilentes como hace una década, y es cosa que ni Mandrake podría cambiar.

Mi hijo, de casi ocho años, es probablemente el niño que mayor información tenga sobre las festividades populares de su país, y maneje conceptos como el de sincretismo, y además los entienda. No es que yo sea un padre pesado, ni creído, sino que él, que tan poco sale de paseo, se venía preparando para este viaje desde hace más de seis meses y cada vez que encontraba la oportunidad me acosaba con preguntas sobre la fiesta indígena más colorida, a mi gusto, que se desarrolla prácticamente en toda el área andina de mi casi imaginario país, la primera semana de junio.

Así que nos pasamos hablando en el viaje de esa y de otras fiestas, e hicimos planes para asistir a ellas, aunque, se lo dije, no sé si será posible hacerlo, debido al maldito trabajo ese que me da de comer. Tampoco sé cuándo y cómo haré para llevarlo hasta la nieve, sueño que se manifiesta hasta en los delirios de sus ocasionales fiebres.

Macarena estaba también brillante, brillo que fue en aumento a medida que penetramos las calles atestadas de gente de Pujilí. Cuando llegamos, hacía rato que la multitud estaba ya apostada frente a la calle principal por donde desfilarían las comparsas. La tarima de las autoridades, muestra esa de que no todos somos iguales, estaba completa. Entre los asistentes solo pude identificar al ministro Calahorrano a quien me imagino de Camisona a sus 17 años, desfilando por la misma avenida frente a otras autoridades.

Al principio no encontrábamos dónde ubicarnos. Mi hijo se subió a mis hombros pero este cuerpo no pudo aguantar mucho su peso y un momento dado me atreví a preguntar una gente que estaba en una camioneta si podía subir a mi hijo en ella, pero los colombianos que en ella estaban, me dijeron que no, así que me alejé y más allá volvía a preguntar a otros fuereños que habían improvisado una tarima si podía hacer lo mismo y obtuve la misma repuesta. Espantado de tanta pestilencia me fui más adelante y descubrí que a la salida de las comparsas, más allá de la tarima de las autoridades, el desfile seguía, la fiesta se volvía más animada y había intercambio directo con los participantes. Así que para allá fuimos y nos quedamos hasta el fin.

Colores, bailes, cantos, uno que otro traguito, muchos helados para mi hijo, docena y media de tortillas de maíz y unas cuantas cervezas con la Macarena, nos llenaron de entusiasmo, de energía positiva y sobre todo, y ahí está la magia, nos permitieron olvidar quiénes éramos, por unos momentos, y así disfrutar como cochinos en su chiquero, de esta apestosa vida. (Continuará)

1 comentario:

Ana dijo...

historia interesante :)