18 septiembre, 2008

Capítulo 103 (El Apestado)

Este es un tema bastante apestoso, y por tanto necesario en este espacio. Me referiré, con todo el encono que me permite mi pestilente cabeza a los controladores de bus, personajes a quienes ni siquiera les alcanza el calificativo que llevo a cuestas.

Soy, por obligación mas no por opción, usuario del transporte público de mi ciudad, lo que me permite con el derecho que me asiste, asegurar sin conjeturas que la existencia de estos seres es un aberración que ninguna teoría evolutiva puede corregir, menos aún una ley, nueva, que intenta despojar de tantos privilegios a un personaje que ni siquiera tiene reconocimiento legal, pero aún social.

Y es que el último tipo que yo quisiera ser sobre la faz de esta pestilente tierra es controlador de bus.

La escena siguiente, pretende darme la razón… Ya dirán ustedes.

Estoy en la parada, pero el autobús se pasa cincuenta metros y desde el estribo de la puerta principal el susodicho personaje me hace un gesto, y un arenga, para que entre por la salida, rapidito, claro. De mala gana lo hago junto a otros pasajeros a quienes no parece importarles el detalle. La moneda de 25 centavos que tengo en la mano debo volverla a guardar en mi monedero tras la noticia de que el pasaje, esta vez, en ese bus, se cobra al final, lo que obliga a todos a salir por la entrada, nuevamente.

En el trayecto, con sus asquerosas manos que han contado y recontado dinero, baja en un semáforo y compra dos fundas de chochos con tostado y encebollado. En la transacción, los pasajeros esperamos, hasta que el semáforo vuelve a tornarse rojo, con lo que hemos perdido valiosísimos cuatro minutos. Con voracidad come de la funda pero entre tanto debe cobrar algunos pasajes y debe justificar la acción del chofer que se niega a detenerse en la parada, acto que se justifica por el retraso que le produjo la compra de la pitanza.

Hasta el momento, el autobús no ha superado los quince kilómetros por hora pero, ante la vista de un bus que puede quitarle pasajeros, el chofer acelera de forma desmesurada. Desde entonces se detiene y arranca con violencia de forma que todos dentro del bus hacemos varias venias, como si saludáramos a los transeúntes.

Cuando llego a mi destino, sé donde está ubicada la parada, (quizás soy el único en esta apestosa ciudad, donde el desorden prima, que intenta subir y bajar en las paradas asignadas), y compruebo, una vez más que tal denominación es una entelequia, que unos metros más allá, pasajeros del bus esperan justo en una esquina, lo que obliga al chofer a detenerse y con lo que obstruye el paso de los vehículos que vienen por la vía perpendicular.

En la esquina opuesta hay una policía de tránsito que se divierte con su teléfono celular. Yo, voy a pagar la cuenta del teléfono, que como siempre está retrasada, y debo regresar por el mismo camino y enfrentar casi las mismas circunstancias, solo que esta vez entro por la entrada y salgo por la salida.

15 septiembre, 2008

Capítulo 102 (El Apestado)



Lo que viene a continuación relata las pestilencias, desventuras y otras alegrías ocurridas durante un viaje familiar a la playa, 320 kilómetros al noroeste de mi cama, habitáculo obligado en mis días de descanso.

Sí, al cabo de ya no sé cuantos años pude organizar unas vacaciones luego de que mi hijo putativo, Niels, y su novia Carola nos empujaran casi hasta el abismo para que, tras hacer algunos números, decidiéramos con Macarena ir a las playas de Esmeraldas, mal llamada la provincia verde, porque desde hace más de una década que la deforestación le ha arrebatado el nombrecito.

La noticia tuvo como primera consecuencia la explosión casi literal y física de mi hijo Samuel quien, tras tantos años de penurias, no se acordaba ya de haber tenido unas vacaciones con su padre y madre juntos; aunque yo no haya dejado en todos estos años de contarle, y de inventar un poco, sobre nuestras escapadas casi semanales a las playas del Guayas, cuando aún yo no le apestaba a la vida.

La decisión fue tomada, pero antes de anunciársela a Samuel, teníamos que arreglar los engorrosos detalles de conseguir permiso en nuestros trabajos. Para Macarena no fue problema pues agosto es un mes de poca actividad para el sector en el que ella trabaja y, además, tenía derecho desde hace rato a un descanso. Lo mío fue más difícil, porque ocurre lo contrario con el turismo, o eso es lo que los empresarios del sector esperaban porque la verdad este mes de agosto, con la subida exorbitante de los pasajes desde Europa, debido al aumento de los precios del petróleo, fue un mes sui géneris por la falta de turistas, pero bueno, ese es otro cuento...

Lo cierto es que no supe sino dos días antes de nuestra salida del permiso que me concedían, a cargo de las vacaciones a las que por ley tengo derecho. Sin más cuentos, subimos al bus de la media noche en el Terminal de Trans-Esmeraldas, a pocas calles de mi casa. Samuel dormía pocos minutos antes de tomar el taxi y volvió a caer sobre mis piernas media hora después de haber salido de Quito, no sin antes preguntar si ya estábamos cerca de nuestro destino.

Es sorprendente, y a veces hasta irritante, la poca noción del tiempo y el espacio que puede tener un niño de seis años.

Ni bien salimos de Quito, una película en extremo violenta fue puesta en el televisor del autobús. Había otros niños mayores que Samuel que vieron el filme de cabo a rabo, sin que sus padres protestaran ante tal desacierto. Yo cabeceaba sobre el hombro de Macarena. Niels, con su piernas de metro y medio, no paraba de moverse sobre su asiento, en busca de una posición que finalmente alcanzó.

- ¡Qué rico calor!, dijo Samuel a penas bajó del autobús, mientras se sacaba su chaqueta y nosotros buscábamos nuestras maletas.

Macarena también dejó ver la perfección de sus hombros, antes de que yo pudiera dar la primera bocanada de aire húmedo. Niels y Carola hablaban en holandés, o sea que ante mis oídos no dijeron nada.

Desde la población de Atacames, es bodrio inmundo y apestoso, lleno de ruido, mal gusto y contaminación, tomamos una camioneta que nos llevó a nuestro destino, un hotel otrora boyante, con tarifas cómodas para nuestra escuálida economía y que, además, recibía a Niels y su acompañante por dos días gratis, a cambio de una asesoría en marketing que pretende posicionar bien al lugar entre los turistas holandeses, para la siguiente temporada. Esto del canje fue beneficioso para todos pues con su generosidad, Niels decidió que compartiéramos los gastos sobre al cuenta total, así que todo se dividió para dos.

En cuanto a la comida, yo pensé que comeríamos dos platos entre tres, pero me equivoqué, con el hambre que el sol y el agua provocaron en Samuel, fueron cuatro platos entre tres, pero todo estuvo bien, ver la alegría de Samuel y Macarena, alejó la pestilencia de mi mente por escasos pero intensos cinco días y hasta la plata pareció entender la situación pues nunca me faltó.

La nota negativa la puso la pestilente ciudad de Atacames. Fue una vergüenza que Niels y Carola vieran ese lugar. Al final de la tarde salimos al carretero y esperamos a que pasara un mototaxi, unas motos que han sido modificadas de manera que puedan recibir pasajeros sentados, bien atrás o delante del conductor. La vedad es un transporte excelente, divertido, aunque no tan seguro en el carretero. Llegamos a Atacames, lugar en el que pasé algunos veranos con mi familia, cuando aún era un paraíso lleno de palmeras y arena blanca. Ahora la playa no se ve, la han tapado las cabañas en las que se sirven cócteles con dudosos tragos nacionales; el ruido que cada uno de esos lugares hace con música estentórea, la venta ambulante sin control, la contaminación visual y sonora, en definitiva, hacen de ese un sitio que definitivamente se debe evitar. Comimos una pizza algo decente, por pedido de Samuel y, debo confesar, con pestilente vergüenza, que nos divertimos viendo a la gente pasar por la calle en un desfile ridículo y multicolor. Finalmente tomamos un taxi que nos depositó en el hotel.

Mi dedos estaban hecho mote, como se dice por acá, de lo tanto que pase en el agua. Samuel, al principio, demostró miedo al mar y evitaba incluso acercarse a la orilla. Yo acordaba de la vez en que mi padre, con su habitual mala manera de hacer las cosas, me arrastró al mar y me dejó solo en las olas, para que se me fuera el miedo. Yo claro, nunca haría algo semejante a Samuel así que me pasé horas enteras sentado en la orilla, como un auténtico serrano, recibiendo un sol calcinante sobre mis hombros y cabeza, lo que provocó una baja en mis defensas y un malestar generalizado hacia el cuarto día de nuestra estadía. Algo parecido sucedió con Niels, que con su blancura nórdica, estuvo a punto de arruinar sus vacaciones. Hacia el final no salía sino unas pocos minutos a la playa y permanecía siempre bajo el parasol, escena que daba chiste pues con su tamañote parecía un gigante incómodo bajo un paraguas desproporcionado.

Macarena, con cremas y menjurjes, doró su piel hasta el escándalo. Su torneado cuerpo provocaba hasta a los cangrejos, que parecían salir de sus huecos solo con la intención de mirarla con esos ojitos saltones, los muy desgraciados. Ni qué decir de los camareros del hotel y de los otros huéspedes.

El segundo día, ya en la tarde, Samuel se animó a entrar en mis brazos al agua. No me daba en la cintura el agua cuando me pidió que no avanzara más, y le hice caso. Así, poco a poco, se le fue el miedo al mar y para el final de nuestras vacaciones, se sentía en su elemento. Los castillos enormes que construimos, decorados con los muñecos que llevó, fueron la atracción de todos cuantos pasaban frente a nosotros. Tomamos muchos helados, Gigante, es, en definitiva, el que más nos gusta. Lo echamos a votación. Y bueno, las cervezas no faltaron tampoco nunca. Niels, como buen holandés, no le tiene miedo a la bebida más antigua de la tierra, ni su novia, ni Macarena.

Así, transcurrieron nuestros cinco días de vacaciones, en las playas de Esmeraldas. Ahora Samuel ha vuelto a clases, y todos nosotros a la apestosa rutina.

Blogalaxia Tags:

01 septiembre, 2008

Capítulo 101 (El APestado)

Vuelvo, para esta segunda temporada, más pestilente que antes.

Y esto, a pesar del giro que ha tomado mi vida.

Me adentro, entonces, en el relato de los últimos acontecimientos, algunos de los cuales datan ya de hace unos dos meses. Pero antes, algunas precisiones para aquellos que han tomado esta historia al vuelo, para los que no pueden o no quieren mamársela toda entera.

Soy un apestado, y no es que a mi la vida me apeste, sino que yo le apesto a la vida. Ya.

Entonces, como muchos saben, la casa donde vivo, la vieja casa de mi abuela pasó de ser un inmueble casi derruido por el tiempo en una residencia temporal de estudiantes extranjeros que vienen a mi apestosa ciudad a estudiar español. Las dos primeras estudiantes que recibimos, a pesar de ser unas deidades, dejaron un sabor amargo en nuestra casa, la de mi familia (Macarena, mi esposa, Samuel, mi hijo de cinco años y yo, su apestoso servidor) pues eran de personalidad insípida, de escaso entusiasmo y algo desagradecidas con la vida.

Sin embargo, las cosas mejoraron con la llegada de Niels, nuestro segundo y más ilustre huésped. Se trata, y hablo en presente porque casi lo tengo a mi lado, de un enorme holandés de dos metros de alto que cayó literalmente del cielo holandés (vino en KLM) para cambiar nuestras vidas.

Resulta que Niels vino a Ecuador para perfeccionar su español pero sobre todo para hacer una pasantía que consistía en un estudio pormenorizado de la situación hostelera (de hostales) en Quito, dentro del programa de último año de sus estudios de marketing y turismo, previa la obtención de su título de tercer nivel en el tema.

Escogió a una familia quiteña que viviera en la zona de los hostales para convivir con ella, practicar su español y tener al alcance de sus enromes piernas la zona donde se encuentra el objeto de su estudio.

Y fuimos nosotros a quienes escogió tras estudiar el perfil de varias familias anfitrionas que fueron provistos por la fundación con la que trabaja.

Llegó solo al final de la tarde de un día cualquiera, cuando Macarena estaba ya en casa junto con Samuel. El timbre sonó, me cuentan, y un enorme hombre con el pelo rubio les saludó por su nombre y se presentó con un español perfecto. Quisieron ayudarle con sus maletas pero eran demasiado pesadas, salvo par él. De inmediato le enseñaron su cuarto y tras dejarlo que se instale, Samuel permaneció callado, con los ojos desorbitados frente a ese gigante al que ahora llama hermano.

Yo llegué casi una hora más tarde y cuando abrí la puerta, encontré al rubio enorme en gran charla con Macarena: mi primera reacción fue de celos pues parecía íntimos amigos y hasta más que eso por la familiaridad con la que hablaban. Pero de inmediato fui recibido por Niels como si fuera él, y no yo, el anfitrión.

No había esperado a que llegara para darles un par de regalos a Samuel y Macarena: una camiseta algo grande del Ajax, para Samuel y un carrito a control remoto que me recordó que yo nunca tuve uno; un bolso kitsch de la diseñadora Esther Veereschild para Macarena y, para mi una botella de vino “No House”, de cuyo sabor aún no puedo hablar pero que hace parte de una campaña humanitaria para los niños Sudafricanos que han quedado sin hogar, la botella posee un diseño extraordinario que a hecho que la Macarena no quiera abrirla nunca.

Los días pasan. Niels se comporta como todo un caballero, solícito en todo momento, dispuesto a cocinar con nosotros, no como nuestras primeras huéspedes. Sale de compras con Macarena y pasea a Samuel en sus hombros, con una perspectiva de tres metros sobre el nivel del piso. Juntos bebemos vino y conversamos largamente sobre este país al que quiere aprehender más allá de cualquier expectativa. Se interesa por mi y alucina al oír la historia de mi fracaso, de mi pestilente suerte….

Y sale, de repente, con la idea de que nos asociemos para hacer de la vieja casa de mi abuela un hostal, pero no uno más, sino el mejor de todos. Aunque, claro, esto no es más que una idea, una apestosa idea todavía.