23 noviembre, 2007

Capítulo 87 (El Apestado)

Ayer Macarena explotó, literalmente. De repente sus caderas desaparecieron y todo su cuerpo adquirió la forma de una bombona de gas, con fuga, mientras yo, con un fósforo en la mano, trataba de ver en la oscuridad de nuestros días cómo la pobreza corroe nuestra relación sin remedio.

Eso, como ya ocurrió el año pasado, es producto de la cercanías de las Navidades, quizá la fecha más apestosa que ahora nos toca vivir. Porque, querámoslo o no, el entusiasmo de Samuel, las expectativas que se crea nos hunden en la certeza de que sus deseos se cumplirán a medias, que quizás, la bicicleta con la que ahora sueña, no se la daremos nosotros, sino su abuela, la omnipresente, o la hermana de Macarena que, otra vez, como todos los años, nos deleitará con su presencia (nótese la ironía), la de su corpulento y hueco marido, el orgulloso amigo de Shwarzenegger, la de sus hijitos cargados de dispositivos electrónicos y más gringos que el pato Donald.

Y, es así que Macarena, ante la apestosa realidad, y aunque yo ya no trabajo como un esclavo durante todas las noches, cosa que tendemos a olvidar, y que hace que las cosas definitivamente hayan mejorado, se lanzó a llorar tras constatar que no teníamos dos dólares que enviar a la escuela del Samuel, para pagar la salida que el curso haría al día siguiente. Se puso a decir que ya está harta, que ya son seis años que no logramos salir del hueco, que tanto sacrifico para nada, que ella no se lo merece, que Samuel tampoco, que yo, en definitiva, no he hecho lo suficiente como para sacarlos de esta “apestosa situación”. Cuando usó el término, se me heló la sangre, y, un segundo más tarde, mi cara hervía del rubor. Se me puso que, como tanto lo temo, se haya enterado de estas confesiones, pero no, era solo una expresión. Sin embargo, la verdad que salió de su boca, aquella según la cual no he hecho lo suficiente para sacarlos del atolladero, me hace caminar con la mirada baja, sentir la pestilencia sobre mis hombros como quizás nunca antes la sentí.

09 noviembre, 2007

Capítulo 86 (El Apestado)

Como dice el poeta mexicano José Emilio Pacheco, “importa el texto y no el autor del texto”. Quiero así empezar la defensa de mi anonimato, a propósito de una serie de comentarios que han motivado, al menos, mis dos últimos post. Además, era un tema que había quedado relegado, tras más de un año de estar exponiendo en este espacio mi apestosa vida.

Si disfrazo mi identidad, es por varias razones, la principal: una elección personal. Así como Bruno Díaz, Peter Parker, superhéroes a quien no llego ni a los talones, he optado por permanecer oculto, porque, entre otras cosas, me inquieta que mi suegra, la omnipresente, se entere de mis pasiones, de que mi mujer, a quien llamo aquí Macarena, sepa de mis descripciones desvergonzadas sobre su anatomía, que mi hijo descubra que su padre es un Apestado.

Y es así que este, mi alter ego, con toda su humanidad y fragilidad se esconde tras la imagen de un ser a quien rondan las moscas. Pero estoy a la vista de quien me busque, de quien se dé el tiempo de leerme. Y así mismo, es desde este espacio, y con esa identidad velada que comento, a veces con agudeza, lo que ocurre en espacios semejantes a este.

Ahora, cerca de 800 comentarios han entrado en este blog a los diferentes post, de esos, 30 han sido anónimos y si muchas veces he querido responderles, ver su imagen revelada, aunque sea bajo la forma de una figura abstracta, me encuentro con el vacío, con una pantalla muerta que no me remite a nadie, a nada, a la nada.

Sin embargo, entiendo a quien me dice que mi anonimato es tan válido como el anonimato de quien ni siquiera se da un nombre, aunque sea tan apestoso como el mío, o tan perfumoso como el de otros. En mi defensa, como lo dijo un célebre anónimo, a propósito del anonimato, “odio a la gente que no da la cara”. Pero claro no los odio con ese odio que incita al asesinato.

06 noviembre, 2007

Capítulo 85 (El Apestado)

El post anterior trae consigo un comentario, lamentablemente anónimo, que intenta desvalorar mis afirmaciones, señalando una supuesta contradicción en mis opiniones. Concretamente, el comentario, anónimo, dice lo siguiente:

“Curioso esto del racismo no? el apestado odia a los gringos pero destesta el individualismo.”


Bueno, a continuación el post del que se agarra el anónimo personaje para desvalorar mis opiniones, veamos:

“Quiero dejar claro que no aguanto a los gringos, o a la mayoría de ellos y si este sentimiento era ya marcado en mí antes de trabajar para ellos, ahora que lo haga se ha reforzado hasta convertirse casi en odio”.

Casi en odio. Queda claro.

Ahora, hay muchas cosas que sí odio, odio la colada morada, por ejemplo, y eso no quiere decir que esté en contra de las tradiciones de mi país. (La colada morada es una bebida hecha a base de mortiños, de color rojo intenso, que simboliza la sangre de los muertos, y que se acompaña con las también tradicionales guaguas de pan –muñecas de pan). Odio también, a los nazis, como debieron odiarlos a su vez los judíos, con justa razón. Odio también el anonimato en los comentarios lo que no quiere decir que odie a quien comenta.

Reconozco que la polisemia del término odio acerca al sentimiento aquel del racismo, pero debe quedar claro que el odio (casi odio) que siento hacia los gringos, hacia algunos de ellos, como señalo claramente, es más bien una animadversión generalizada por las constantes muestras de arrogancia, prepotencia, de racismo -ellos sí, - hacia toda la cultura latina, hacia le patio trasero de su país, hacia lo forma en cómo me tratan a mi cuando los recibo en la puerta del hostal en el que trabajo.

Me he visto odiosamente forzado a comentar este comentario porque no quiero quepa la menor duda sobre mi tolerancia hacia todos los grupos humanos, incluidos los gringos, y aunque he sido vilipendiado por ellos con frecuencia, nunca me atrevería a ejercer violencia en su contra, lo que sí hace el racismo, en diferentes formas.